Decía Borges que Sherlock Holmes es un personaje al que hay que volver de tarde en tarde. Y eso es lo que ha debido pensar el director inglés Guy Ritchie. Volver a Holmes supone volver a las lecturas de infancia y juventud, a los días en los que leíamos con sorpresa y veneración las aventuras de un hombre infalible, hijo irredento de la lógica para quién no existía el misterio y conseguía hacer desaparecer el humo de lo incomprensible con su infalible lógica deductiva. Un Holmes que nace en un mundo que cree en las “ilimitadas” riquezas de la Tierra y las explota ciegamente, en un mundo que confía en el progreso y la técnica, pero que se resquebraja en el sentimiento: misógino, intolerante, clasista e imperialista.
Hemos vuelto al cine a reencontrarnos con este Holmes del siglo XXI con cierto escepticismo y hemos salido un tanto sorprendidos y conmovidos por el recuerdo. Ritchie consigue un film entretenido devolviéndonos a un Holmes y a un Watson bastante fieles a los relatos de Conan Doyle: hombres de acción, con grandes conocimientos sobre las calles y gentes de la ciudad. El problema es encajar a dos actores tan conocidos como Law y Downey en unos roles, el de Holmes y Watson, tan estereotipados en películas y series del siglo XX. Ritchie ha tenido presente todas esas influencias y ha recreado con gran fidelidad el Londres de la Revolución Industrial- todo ocres y grises- para dar más credibilidad a los actores. Hay escenas como las del astillero que son un magnífico ejercicio de reconstrucción histórica con una fuerte dosis del dinamismo y la acción trepidante del cómic. El problema: sólo los protagonistas principales han quedado definidos, el resto de secundarios, especialmente el personaje de Irene Adler, han quedado desdibujados y faltos de la entidad con la que aparecen en los relatos.
Más que nada, en este último Holmes Ritchie nos presenta el retrato del hombre contemporáneo materializado en uno de sus más excelsos representantes: Holmes, hijo de un padre que reniega de él, camina ahíto de nostalgia por las calles de Londres con la desazón de quien no sabe amar, de quien se sabe admirado y no querido, con la desazón de quien vive en un pensamiento voraz y autodestructivo. Y así, como el infalible detective de Baker Street, caminamos todos nosotros: seguros en los brazos de la tecnología y la lógica, niños en las manos del marketing feroz, huérfanos de amor e irremediablemente solos, ahítos de nostalgia por las calles de Internet.
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