“La única y verdadera patria del ser humano es su niñez. En las desgracias, en la pobreza, en el dolor, busquemos el hilo del recuerdo que nos concilie con el mundo, que nos haga fuertes y nos ayude a seguir luchando. Por Haití y todos los mundos rotos”
No había nada en este mundo que ella desease más que soñar. Las mañanas de niebla solía sentarse en su mecedora, cerrar los ojos e intentar el sueño más hermoso. La atmósfera irreal en la que la enredaba la niebla la invitaba a sumergirse en el mundo de ausencias en que se había convertido su vida. Como hiedra enfebrecida, creciendo su tasa por su alma, se le presentaba a diario el sueño de su boda. Soñaba que volvía a ponerse el sobrio y heredado vestido de un premonitorio blanco agrisado; salía corriendo de su casa sin siquiera cerrar las puertas de la vieja casa de sus padres; subía por la calle hacia la ronda de la Muralla, donde vivía su primer y último amor. Esta vez la boda no sería en la triste y ajada capilla del pueblo, no habría flores de plástico ni música enlatada, no. Esta vez se casarían en la playa, cerca del puerto, solos, sentados frente al mar. Sí, el mar eterno como testigo, iluminado por el tenue sol del otoño y la espuma de las olas mojando sus zapatos nuevos. Puede que el viento del noroeste hiciese rolar las olas al ritmo envolvente de un vals voraz y bailasen sobre la arena mojada: rosas, arroz y sal entre las ropas…Y entonces, quizás ella tendría fuerzas para preguntarle porque se había ido de su lado y decirle que su rostro se le iba desdibujando de la memoria, que le necesitaba más allá del sueño,… Pero no había tiempo para preguntas ni respuestas; en ese instante ella solía despertarse súbitamente, asustada, con la boca seca y el acre sabor de la sal en los labios.
Otras veces, buscando un zurcido para su corazón, se colaba a soñar en el país de su infancia. Volvía dando saltos por el camino de polvo y grava que iba del colegio a la casa de su abuela. Las rodillas llenas de heridas, el pelo alborotado de jugar y correr entre las piedras, de subirse a los árboles, de ser niña. Encaramada al más alto de los robles, ella escuchaba con el alma el suave susurro de los maizales azotados por la brisa del verano, el mecánico ronroneó de los tractores, el chispeante crepitar de las ramas y las hojas bajo el sol. Todo el paisaje que alcanzaba la vista hervía en el calor de la siesta y se iba haciendo suave compás, melodía encadenada con el atardecer. Entonces era la hora de buscar las frutas más maduras y, con la fresca, llevarlas a casa en el cuenco de la falda y probar el sabor del sol del verano en la dulce pulpa de las ciruelas. ¡Cuántas risas infantiles explotaban en la casa a la luz de la sonrisa de la abuela!
Entonces, ella, que se sabía reina en esa ensoñación, en ese recuerdo, volvía a subirse al roble más alto y veía como él se acercaba con su impecable traje de novio. En ese momento solo eran dos niños junto a un árbol, de sus sonrisas brotaban mil mediodías con sus atardeceres. El bullicioso silencio se transmutaba en refugio y un cielo de azul infinito hacia techo a su amor. Ahora ella es otra novia, lleva un traje de tul rosa, parece un pastel de fresa y nata cuajado de abalorios. Pero se siente feliz con ese disfraz de princesa de empalagoso reino imposible; pues ese es su reino imaginado, el del imposible olvidarte, imposible hablar sin besarte, imposible dormir sin un te quiero en los labios, posible ser siempre así, alma eternamente enamorada, la novia de un recuerdo, el sueño de tu vida.
Este texto forma parte del Libro solidario para Haití que podéis adquirir en Librovirtual.org y cuya recaudación va destinada integramente a financiar la labor solidaria de Cruz Roja en Haití.
Imagen: Imagenesgratis
Texto: Ana Prado Antúnez
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